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dimecres, 31 d’agost del 2016

LISBOA


LISBOA

Tras ser arrasada en 1755 por un terremoto, seguido de un maremoto y unos pavorosos incendios, que acabaron con el 85% de los edificios y un tercio de la población, Lisboa tuvo que reinventarse, ¡y qué bien lo ha hecho! Es una ciudad moderna en la que, pese a todo, sobreviven los pequeños comercios tradicionales, y en la que caben las callejuelas enmarañadas de Alfama o el trazado ortogonal de la Baixa. Bajo por Liberdade, llena de tiendas de lujo, hacia la Baixa y el Chiado, hacia sus afamadas plazas. Se suceden las pastelerías y heladerías, los restaurantes, las vinotecas. En la plaza da Figueira tomo el tranvía 15 para ir a Belém. Entretengo la espera en la parada viendo la estatua ecuestre de João I con su cetro y casco con penacho, en el que a veces se posa una paloma, a veces una gaviota.

Ir en tranvía por Lisboa es una buena idea. Ir en el 15, pésima: se llena. Voy durante 50 minutos como un turista en lata, pero al menos me esperan el monasterio de los Jerónimos, el más esplendoroso ejemplo de la arquitectura manuelina; la torre de Belém, también manuelina, desde la que se vigilaba el estuario, originalmente en una isla y, por obra del famoso terremoto, hoy en tierra firme; y el monumento de los Descubrimientos, que tiene algo de mazacote, pero que emociona si desde su base se mira el mar inmenso, pues desde ahí partió Vasco da Gama hacia lo desconocido. Callejeando, veo la escultura de un gato, en una pared, hecha por Bordalo II con piezas de automóviles y otros desechos, y pintura. Lisboa es, también, la ciudad de los grafitis, referente del arte callejero.
En la Associaçao Regional de Vela do Centro, un restaurante que da al estuario, como un rodaballo que me permite seguir encantado con Lisboa durante unas horas más. Regreso al centro. Cansado, y tras haber aprendido a temer las cuestas, alquilo un tuk-tuk para recorrer Graça y Alfama, y acabar en San Jorge, el castillo que domina la ciudad. Los tuk-tuks, vehículos de tres ruedas de alegre colorido, típicos de Asia, se han puesto de moda, hasta convertirse en un enjambre que se quiere limitar. El guía, cuyos conocimientos históricos son tan poco fiables como los míos, hace diversas paradas, entre ellas una en la Sé (catedral), sobria, elegante en su engañosa tosquedad; otra en el mirador de Nuestra Señora del Monte, el más alto de la ciudad, y entre unas y otras voy viendo fachadas con azulejos, calles estrechas, un grafiti de Alexandre Farto (Vhils) que representa a Amália Rodrigues, la gran cantante de fado. Desde el castillo, con sus grandes torres y murallas, vuelvo a gozar de una vista de pájaro de Lisboa, de sus tejados rojos, sus casas blancas, el Tajo majestuoso


Regreso a la Baixa. Subo al mirador de Santa Justa. Una vez arriba, olvido el tiempo tediosamente perdido en una cola y vuelvo a disfrutar de las vistas. Camino por la Via Augusta, enfilada con el arco de Triunfo que da acceso a la plaza del Comercio, bello ejemplo del urbanismo del marqués de Pombal. En los soportales de la plaza busco el café Martinho da Arcada, fundado poco después del terremoto, uno de los preferidos por Pessoa, poeta casi tan inabarcable como el Atlántico. Camino después al café A Brasileira, también frecuentado por Pessoa, en la Rua Garret, llena de tiendas, corazón del Chiado. En su terraza está la archiconocida escultura del poeta a cuya mesa, también de bronce, los turistas se sientan para fotografiarse. Cerca de allí se halla Honorato, una franquicia donde dan excelentes hamburguesas, en locales puestos con buen gusto, luces tenues y maderas oscuras.
Salgo. Cae una tormenta que embellece aún más fachadas, tejados y adoquines, haciéndolos brillar. Las calles se llenan de charcos, y es muy fácil resbalar. Me doy cuenta de que, pese a mis intenciones, me he comportado como un turista del montón, subiendo al elevador de Santa Justa, yendo a Belém en el 15, alquilando un tuk-tuk. Y encima, de los más incultos o perezosos, pues lo que sí he cumplido es saltarme el Gulbenkian. Me distraigo, deprimido por tales pensamientos, y meto un pie en un charco hasta el tobillo. El pequeño contratiempo me consuela. Al fin he conseguido lo que me proponía: zambullirme, modestamente, en Lisboa.




UNA LLIBRERIA SLOW LER DEVAGAR
Ler Devagar es quizá la librería más curiosa de Lisboa. Al entrar nos encontramos con una amplia y cómoda sala de estética industrial y cierto aire a taller de arte neoyorquino. Mientras ojeas libros, cómics o magazines, puedes tomar un pastel, un café o un vino en una de sus dos cafeterías. Está decorada con las antiguas máquinas de un taller de imprenta, acoge exposiciones temporales y los libros forran paredes, estanterías, mesas y algunas partes del suelo. La imagen más icónica de Ler Devagar es la escultura que cuelga del techo: un ciclista dirigiéndose a la luna, del artista y creador cinemático Pietro Proserpio, quien tiene su taller en el segundo piso del local, cuya visita es más que recomendable. Todo un viaje por su mágica creatividad mecánica.

SINTRA. UN XALÉ PER A LA COMTESSA
El caserón, que entre 1869 y 1875 mandara construir el rey Don Fernando II el Artista para su futura esposa, la cantante de ópera suizo-americana Elise Hensler, Condessa d’Edla, muestra una heterogénea, casi excéntrica, composición ornamental. Con un exterior moldeado en estuco, resulta sorprendente la utilización de corcho en marcos de puertas y ventanas. El interior del chalet de la Condessa D'Edla esconde símbolos esotéricos, mezclas de estilos arábicos, pinturas de aires pastoriles y, cómo no, metros y metros de pared revestidos de brillantes azulejos. Además, esta curiosa pieza de arquitectura está rodeada de 1,5 hectáreas de bellos jardines, con lagos y especies botánicas traídas de lugares exóticos para deleite de la condesa.



IGLESIA DE SAO DOMINGOS

Interior de la iglesia de Sao Domingos, en Lisboa. / Teresa C. Sousa

Lisboa suma en total más de 60 iglesias, conventos, monasterios y basílicas, pero solo dos guardan su pasado gravado a fuego en las piedras de sus pilastras. El más conocido es el Convento de Carmo, que aún muestra las devastadoras cicatrices del terremoto de 1755. Y el menos célebre, a pesar de encontrarse en el centro de la ciudad, es la Igreja de Sao Domingos. Construida en el siglo XIII por orden del rey Sancho I el Pío, ha acogido regias ceremonias, ilustres cultos religiosos, exequias nacionales, bautizos y bodas reales.
Sin embargo, esta iglesia también ha pasado más tribulaciones que una monja de clausura. Fue bajo sus muros donde comenzó la llamada Matanza de Pascua, en 1506, en la que una multitud de cristianos torturó y mató a unos 2.000 judíos que huían de la persecución en España de los Reyes Católicos. En 1531, un terremoto hizo precisa una primera reedificación y, como el resto de la ciudad, sufrió también el devastador seísmo de 1755, tras el que solo se salvó la sacristía y la capilla mayor. De nuevo reconstruida, en 1959 sufrió un violento incendio que acabó con toda la decoración interior entre altares, tallas de pan de oro, imágenes y frescos del siglo XVIII. Pero esta vez, así se quedó, espejo de penitencia: los muros interiores muestran todavía las huellas del fuego, así como cortes y fisuras en sus columnas.
BARRIO DE MOURARIA
Exposición fotográfica callejera en el barrio de Mouraria, en Lisboa
PALACETE DEL TE
Comedor del palacete Chafariz d’El Rei, en el barrio lisboeta de Alfama


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